Aunque es mi opinión que ser consecuentes con un ideal es más encomiable y digno que seguir las huellas o directrices de un líder, entendemos que por su carisma, ímpetu y/o determinación algunas personas se convierten en impulsores de ideas, en voceros de la conciencia colectiva, en ejecutores de proyectos… en las cabezas visibles y reconocidas que motorizan cambios, para bien o para mal.
Hace diez años Venezuela se encontraba en una encrucijada, a pesar de que no todos estábamos conscientes de ello; 1998 representó para nuestra democracia uno de sus mayores retos: debíamos escoger entre ser consecuentes con nuestro ideal democrático, consolidado en la ejemplar transición multipartidista de los últimos ocho períodos presidenciales, o acoger las ideas revolucionarias de un líder militar que había fracasado en el intento de tomar el poder por la fuerza. La decisión no era sencilla ni fácil, ¿por qué? veamos.
En los cuarenta años transcurridos desde 1958, Venezuela había percibido ingresos por algo más de trescientos millardos de dólares, y, adicionalmente, había acumulado deudas, externas e internas, por otros ochenta. Esto quiere decir que los venezolanos dispusimos en esos cuarenta años de cerca de 400.000 millones de dólares para cubrir el presupuesto ordinario, que debe satisfacer las necesidades básicas de la población, y atender el proyecto de desarrollo contemplado en los diferentes Planes de la Nación.
Hubo en ese período incuestionables mejoras en educación y salud, y una comedida pero constante inversión en infraestructura, tanto agrícola como industrial. Podemos rememorar el sistema educativo de los años 60s, 70s y 80s: los planteles, en líneas generales, contaban con la infraestructura básica para el estudio; disponían de laboratorios, comedores, bibliotecas y equipos adecuados, aunque no siempre suficientes. En esos años, generalmente, los hospitales estaban bien dotados, con limitaciones, pero en condiciones funcionales; recuerdo haber escuchado a no pocos extranjeros venidos a estas tierras alabar a nuestro Seguro Social que “hasta las medicinas entregaba”. En lo relativo a infraestructura, luego de la nacionalización del hierro (1975) y el petróleo (1976), y aunque con una planificación precipitada, se acometió el “desarrollo del sur” con la creación de las Empresas Básicas que le permitirían a Venezuela independizarse de las constantes fluctuaciones del valor del petróleo por medio de la industrialización del país. Además de Sidor, Venalum y Bauxiven, se construyeron grandes obras, como las represas del Guri y Uribante-Caparo; las refinerías de Amuay, Cardón y El Palito; el Complejo de Jose; los puentes Angostura y de Maracaibo; las autopistas Regional del Centro, de Oriente, de Los Llanos y Centro-Occidental; el Metro de Caracas, el Complejo Parque Central y las grandes avenidas en diferentes ciudades; además de la gran cantidad de sedes institucionales de entes gubernamentales, educativos y culturales.
Sin embargo, en ese mismo período se acrecentó la brecha que separaba ricos de pobres. Debido al crecimiento económico alcanzado con la incipiente industrialización; y, especialmente, a la creciente corrupción, se fue generando un cinturón de miseria alrededor de las ciudades que reflejaba la descomposición social y que ameritaba la atención de las autoridades gubernamentales; pero que fue desatendida: Juan Bimba estaba arrecho. Esta condición se agravó en la medida en que la ineficiencia y la dilapidación de fondos, aunados a la baja del precio del petróleo ($ 8 por barril en 1997) conllevaron a la crisis económica de los años 90s, y a la consecuente reducción de los subsidios y ayudas sociales que mantenían diferentes instituciones. Las demagógicas prácticas electoreras de los grandes partidos ya no eran suficientes y el pueblo llano, trastocando su ideal en aras de su presente, optó por un cambio radical. ¿Actitud cuestionable?, quizás; ¿entendible?, ¡por supuesto! En ese momento, y a pesar de los antecedentes del personaje, ser chavista era normal; tanto así, que la gran mayoría de los adecos, copeyanos e “indiferentes” de a pie dieron su voto a quien consideraban su única esperanza de redención. Hubo quienes no lo hicimos, pero más del 56% de los venezolanos entregó su voto a Chávez en búsqueda de un cambio en el estilo de gobierno, en elecciones que para entonces eran incuestionables; al punto de que la decisión emitida por la insospechablemente autónoma autoridad electoral obligaba la entrega del poder a quien no había contado con testigos en casi ningún centro de votación. Era otra Venezuela, eran otras instituciones.
Hoy, estamos en otra encrucijada: debemos optar entre una Venezuela multipartidista y plural, que incluye las diferentes visiones de país que tenemos todos los venezolanos, y la visión maniquea de irreconciliables “patriotas” y “pitiyanquis” impuesta desde el estamento oficial. Debemos evaluar la gestión de un gobierno que en diez años ha dispuesto de los más cuantiosos ingresos de gestión alguna: más de 900.000 millones de dólares en ingresos y 100.000 millones adicionales de deuda acumulada. Debemos analizar si ese billón de dólares manejados por la actual administración (más del doble que en los cuarenta años precedentes) han incidido en una mejor calidad de vida del venezolano promedio, y nos han permitido alcanzar las reivindicaciones en búsqueda de las cuales en algún momento la mayoría electora venezolana fue chavista; o si, por el contrario, nos encontramos en un país sumido en su mayor crisis política, económica, social y moral desde la instauración de la democracia… Así como ayer fuimos adecos, copeyanos, masistas, comunistas o del chiripero; ser chavista no es malo, ¡ser masoquista sí!
8 de noviembre de 2008