Debido a la justificada ola de inconfor-mismo que venía cuajando en Venezuela desde hacía más de una década, en 1998 Hugo Chávez fue electo presidente de la República. Este inconformismo había sido motivado por la enorme fractura entre la anquilosada dirigencia política y una so-ciedad que exigía la corrección de rumbo. Chávez, producto del “cualquier cosa es mejor” irresponsablemente manifestado por la hastiada mayoría, se convirtió en el beneficiario del cheque en blanco de su respaldo incondicional. Venezuela enfren-taba, entonces, una errada dicotomía conceptual: institucionalismo o bienestar.
Con la aprobación de una Constitución que temporalmente satisfacía sus apetencias, el sometimiento de las instituciones gubernamentales y el inesperado incremento de los precios del petróleo, amén del respaldo popular a su carismática imagen, Chávez logró aglomerar el mayor cúmulo de poder que mandatario alguno haya detentado en la Venezuela pos-gomecista. Con este poder, con la capacidad de maniobra que representaba el amplio respaldo popular, con la manifiesta intención de “refundar” la República y, especialmente, con la desmesurada ambición de poder evidenciada por el caudillo, el riesgo de instauración de un sistema político totalitario era mucho más que probable. El matiz necesario estaba representado en la revolución que nos encaminaría al “socialismo del siglo XXI”.
Ahora bien, ¿cuál ha sido el resultado de estos diez años de “revolución”?, ¿cuáles los avances en las anheladas reivindicaciones?, ¿cuál el producto de la mayor bonanza económica de nuestra historia?; ¿cuál el futuro que nos espera?, veamos:
Desde la fratricida Guerra Federal Venezuela nunca había vivido el ambiente de encono e irreconciliación que nos divide actualmente. Esta lamentable y potencialmente explosiva situación es, sin dudas, directa consecuencia del discurso de odio y resentimiento emanado desde Miraflores. La corrupción, consecuencia directa de la cómplice impunidad, nunca tuvo tantos y tan notorios exponentes. El denostado Pacto de Punto Fijo garantizaba un sano contrapeso institucional. Hoy, el Ejecutivo tiene como único mecanismo de supervisión a la Oposición, representada en los menoscabados partidos políticos, la prensa independiente y las instituciones no gubernamentales. En 50 años nunca habíamos sido testigos de tan abyecta sumisión de los poderes ante el Ejecutivo. Nunca antes nuestra riqueza, mucha o poca, había sido dilapidada tan irresponsablemente.
Debemos, por ende, agradecer al Teniente Coronel. Con su nefasta gestión nos ha convencido de lo pernicioso que resulta el experimentar con anárquicas e inmorales teorías seudo revolucionarias; con proyectos políticos que esconden la sempiterna búsqueda del poder totalitario con el que sueñan los déspotas y que han logrado numerosos tiranos a través de la historia. Debemos agradecerle porque el riesgo de consolidación del régimen personalista instaurado hace más de diez años en nuestro país está prácticamente descartado. Está descartado en la medida en que las reglas democráticas sean respetadas, pero sabemos que no necesariamente será así. Nos corresponde continuar dando la ejemplar batalla cívica emprendida en 2002; pero sin desviarnos de los canales institucionales. He allí nuestra fortaleza. En la otra acera, está Chávez, quien ha implementado una estrategia comunicacional indiscutiblemente exitosa que le ha permitido evadir las responsabilidades de gobierno, repartiendo culpas entre la oposición y el “imperio”; y justificando la radicalización de su gobierno con las supuestas conspiraciones de éstos. Ahora, y con la misma estrategia, está en búsqueda de la consolidación de su proyecto continuista, el cual debemos enfrentar en todas y cada una de las elecciones que se presentarán a partir de 2010. No obstante, independientemente del resultado de cada una de ellas, la última palabra será dicha en 2012.
29 de enero de 2009